Pero estábamos tan congelados por aquel largo invierno que deseábamos, no sé, en cierto modo evaporarnos.
Cuando llegué al banco no había ni rastro de él así que decidí sentarme a esperar. Me había pasado la vida esperándole y la coincidencia me hizo sonreír. Las horas pasaban y yo me quemaba al sol y la verdad es que me daba un poco igual. Tenía la sensación de estar renaciendo debajo de ese foco poderoso de luz.
Le esperé un minuto, dos minutos, tres minutos, cuatro minutos, cinco minutos, seis minutos... siete horas.
Ya eran las diez y anochecía y no lo negaré, tuve la sensación de que aquella estaba siendo la peor primera noche de verano de mi vida.
A las diez y un minuto me entró la furia paranoica y casi a punto de llorar y con ganas de gritar cogí todas mis cosas y me marché de aquél estúpido parque el cual jamás en mi vida volví a pisar.
La verdad es que me pasé bastante. Siete horas tarde. Solo podía ser yo. De veras que quería avisarla de lo que me había pasado y de que llegaría bastante tarde pero, si te soy sincero, no sé por qué no lo hice. Supongo que creí ser capaz de llegar no a las tres, pero sí a las cinco aunque bueno, ya sabes que a veces ocurren cosas a lo largo de un día que te descolocan por completo y te nublan la vista.
Llegué al parque a las diez y tres minutos de aquella primera noche de verano del año, pero ella ya no estaba. Me sentí bastante mierda, no te quiero mentir. Conociéndola, seguro que había estado ahí esperando durante horas hasta que ya no pudo más y le entró una de esas furias paranoicas que le suelen dar cuando alguien la decepciona mucho.
Aquel día en el parque fue el principio del fin de nuestros días juntos.
Muchas veces pienso en ella y en su pelo. En sus vestidos de algodón y en sus múltiples zapatos.
Pienso en ella porque... la verdad, no lo sé.
Pero es que ella era como los primeros rayos de sol del día, como las primeras flores de primavera, como la primera y más mágica noche de verano.
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