12 feb 2014

Recorría las calles intranquila, sintiendo la mirada punzante de aquél espectro sobre sus hombros.
Los relojes marcaban las 4.52.
La ciudad dormía y ella deseaba reposar sus huesos sobre su cama, deshecha e inundada por toneladas de ropa y libros de poesía que la salvaban del invierno cada noche. 
Las pisadas de aquel ser aceleraban cuando las suyas también lo hacían y dejaban de sonar cuando ella se paraba en seco en medio de la acera pretendiendo averiguar si verdaderamente estaba siendo seguida o estaba recreando otra maldita vez una de esas múltiples escenas de aquella película de terror.
Cada paso era más veloz que el anterior. Sentía miedo y no las piernas. El calor se apoderaba de su pecho y garganta y las lágrimas de temor se quedaban estancadas y congeladas en las cuencas de sus ojos. ¿Por qué habría vuelto a decidir salir esa noche?
Al girar la esquina ya pudo ver su portal. Cogió en un momento rápido y eficaz las llaves de su bolsillo derecho del abrigo y sin darse cuenta, ya estaba dentro de casa.
Aliviada miró por la ventana que da a la calle donde nunca da el sol. En un suspiro bastante entrecortado, sacó todo el aire que apenas había sido capaz de echar momentos antes, en plena persecución y dio media vuelta. 
Se desnuda y se pone el pijama. Coge al gato y se mete entre las sábanas todavía tiritando, víctima del miedo que le provoca verse perseguida por su propia sombra cada noche cuando se entrega a la ciudad buscando algún signo de vida fuera de aquellas cuatro paredes.




























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